El Quijote, de etiqueta

El Quijote, de etiqueta
¡Qué pena, Don Miguel! ¡Qué pena!

Antes, y cuando digo antes me refiero a ANTES, por ejemplo la Edad Media, llamada también con acierto, la Edad Oscura, apenas nadie sabía leer y escribir, cosa que quedaba circunscrito casi en exclusiva a los monasterios, y allí, con sumo esfuerzo se iban copiando, e ilustrando a veces, a mano, los pocos libros que en el mundo había.

Con Gutemberg la cosa cambió y la imprenta hizo posible que los escritos se difundieran con más facilidad y así fue evolucionando hasta llegar al día de hoy en que cualquiera puede mostrar al mundo sus paridas, por burras que sean.

Ya no es necesario ser PlatónKant, o García Márquez para que lo que escribes lo lean otros en tus antípodas un segundo después.

Y no solo puede apestar el contenido, también puede hacerlo el continente.

Era inimaginable que antes se editasen tratados, enciclopedias o novelas con faltas de ortografía, salvo casos excepcionales o las inevitables erratas de imprenta.

Cualquiera puede cualquier cosa

Hoy se puede dar patadas al diccionario y ciscarse en la ortografía impunemente.

Cualquiera puede tener un blog, una cuenta de twitter, participar en foros de debate. La prueba de que cualquiera puede soy yo mismo.

Pero como todo no ha de ser malo, si en ortografía hemos empeorado mucho, en caligrafía, en internet, se ha ganado bastante. Comic Sans aparte.

Y ahora, tiene web cada empresa, desde la multinacional más cabrona grande hasta el puesto de frutas del pakistaní de la esquina.

Tiene un blog desde el intelectual más preclaro hasta el hincha de fútbol más bestia apasionado.

Al opinar todo el mundo en foros desde física cuántica hasta eurovisión, pues el problema es que nadie lee.

Todo el mundo está escribiendo, como yo, ahora. Y no queda tiempo para nada. No todo va a ser follar, como cantaba el gran Javier Krahe.

Que alguien nos haga caso, por Dios

Los blogueros, foreros y weberos (qué mal suena) andamos locos porque alguien nos lea, que nos pongan un “megusta” en Facebook o en Instagram, un “fav” en Twitter –o que te reuiteen, eso ya es la hostia- o que alguien te escriba un comentario, aunque sea malo, en el blog.

Necesitamos saber que no estamos solicos en el mundo. Pero es que la oferta ha fulminado a la demanda.

Por eso se han inventado las etiquetas – hashtag en inglés, la lengua del imperio – ese truquito de poner el símbolo de la almohadilla # delante de las palabras que creemos claves e interesantísimas para que las encuentre alguien que a lo mejor ni las está buscando, o mejor dicho, no está buscando las nuestras.

Y se ha inventado el etiquetar (otra vez la palabreja) a gente que ni conoces en fotos que ni le importa para que vengan atraídos a ver qué cogno es eso y así, en tu contador, –clinc, clinc- hay una visita, o un fav, o un RT más…

Andamos locos porque nos lean, nos vean, nos apoyen, nos discutan, nos escupan, lo que sea, por Dios, pero que nos hagan sentir vivos.

Y cuando subimos una foto, una triste foto, fea de cojones y desenfocada, de la playa donde hemos ido a correr cinco minutos esa mañana, la acompañamos de decenas de etiquetas, en español y en inglés, porque si cae un guiri, mejor que mejor: #senderismo #treeking #beach #playa #arena #mountain #montaña #paisaje #12km #wonderful_places #Spain #La_Manga #sinfiltros #nofilters #en_ayunas #recien_cagao y así… hasta el infinito.

El Quijote, de etiqueta

¿Se imaginan que Don Miguel de Cervantes, para que fuese leído, hubiese tenido que escribir así?.

«En un #lugar de @La_Mancha, de cuyo #nombre no quiero acordarme, no ha mucho #tiempo que vivía un #hidalgo de los de #lanza en #astillero, #adarga antigua, #rocín flaco y #galgo corredor.»

Qué pena.

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